Durante gran parte del siglo XX, el ser humano vivió con la convicción de que la longevidad era una carretera de un único sentido: cada década aportaba nuevas conquistas médicas, nuevos hábitos de higiene, vacunas y antibióticos que iban demoliendo las barreras históricas que habían condenado a generaciones enteras a una muerte prematura.
Esa ilusión de un progreso imparable alimentó la idea de que llegar a los 100 años podría convertirse, tarde o temprano, en una meta habitual más que en una excepción digna de portada de periódico.
Sin embargo, un estudio publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences ha introducido un matiz que, aunque incómodo, resulta crucial: el tren de la esperanza de vida sigue avanzando, sí, pero lo hace ahora a un ritmo tan lento que aquellos nacidos después de 1939 difícilmente soplarán las cien velas en su tarta de cumpleaños.
La conclusión no es tanto un jarro de agua fría como un recordatorio de que los milagros estadísticos de principios del siglo pasado difícilmente volverán a repetirse sin una auténtica revolución biomédica.
Para entender la magnitud de lo que está en juego basta con observar los datos históricos. Entre 1900 y 1938, la esperanza de vida aumentó más de 17 años, un salto espectacular que ninguna otra época ha podido imitar.
El motivo de esa aceleración fue, ante todo, la drástica reducción de la mortalidad infantil: millones de niños que antes no llegaban al quinto cumpleaños comenzaron a sobrevivir gracias a la vacunación masiva, a la cloración del agua, a las mejoras en la alimentación y a la expansión de sistemas sanitarios básicos.
Ese cambio estructural funcionó como un motor imparable que empujó hacia arriba las estadísticas globales. El contraste con lo ocurrido después de 1939 es brutal: los investigadores calculan que, para las generaciones nacidas entre ese año y el 2000, la mejora media se redujo a dos o tres meses de vida por cohorte, un ritmo tan débil que apenas se percibe a escala individual y que marca una frontera histórica.
Lo fascinante de este estudio es que no se limita a señalar el freno, sino que ofrece un diagnóstico sobre su origen. Más de la mitad de la desaceleración se explica por la ausencia de nuevas mejoras en la supervivencia de los menores de cinco años, y hasta dos tercios por la estabilización de las tasas de mortalidad de los menores de veinte.
En otras palabras, lo que antes era un terreno fértil para los avances estadísticos ha quedado prácticamente agotado. Alguien podría pensar que los progresos médicos en adultos compensarían ese vacío, pero la biología del envejecimiento es mucho más resistente de lo que la sociedad había imaginado.
Podemos tratar mejor un infarto, ralentizar ciertos tipos de cáncer, incluso evitar muertes tempranas por accidentes cardiovasculares, pero la capacidad de extender la vida adulta más allá de ciertos umbrales se está revelando como un desafío infinitamente más complejo.
De hecho, los autores del trabajo, Héctor Pifarré i Arolas y José Andrade, son muy claros en sus declaraciones: aunque duplicáramos las mejoras previstas en la supervivencia adulta, la curva no se asemejaría en absoluto al crecimiento explosivo de principios del siglo XX.
Lo dicen sin dramatismos, pero con una honestidad brutal: la esperanza de vida sigue creciendo, pero en cámara lenta.
Frente a este panorama pesimista, algunos investigadores insisten en que aún hay margen para un salto disruptivo. La gran esperanza está en lo que la biología del envejecimiento denomina gerociencia: intervenciones dirigidas a modificar los procesos celulares que aceleran la senescencia, desde la acumulación de radicales libres hasta la pérdida de plasticidad en la reparación del ADN.
Una cura para el cáncer, un tratamiento universal contra las enfermedades neurodegenerativas o un avance inesperado en la edición genética podrían alterar de golpe todas las proyecciones, como ocurrió en su día con los antibióticos o las vacunas.
Los propios autores del estudio admiten que su modelo no niega esa posibilidad; simplemente describe lo que ocurrirá si seguimos en la senda actual, sin “milagros científicos” en el horizonte.
En países como Japón, Italia o España, donde las tasas de longevidad son de las más altas del planeta, las sociedades enfrentan un desafío de cohesión: más ancianos que jóvenes, más jubilados que trabajadores activos, más años de dependencia que de contribución económica.
Si las generaciones nacidas después de 1939 no llegan a los 100 años como promedio, es posible que el mito del “envejecimiento eterno” se desinfle, pero eso no resuelve el dilema de sociedades que ya están envejecidas y que necesitan respuestas urgentes en cuidados, vivienda y relaciones intergeneracionales.
Una lectura interesante de este estudio es que pone en cuestión cierta narrativa de la ciencia contemporánea: la idea de que la biotecnología siempre encontrará la manera de superar los límites de la naturaleza.
El demógrafo S. Jay Olshansky lo expresa con crudeza: la biología humana prioriza la reproducción sobre la longevidad extrema, y esperar que el cuerpo pueda ser indefinidamente estirado como una goma elástica quizá sea más un acto de fe que de ciencia.
Frente a los discursos de Silicon Valley, que hablan de vidas de 120 o 150 años gracias a algoritmos y terapias génicas, este análisis aporta un baño de realismo: salvo hallazgos extraordinarios, la curva vital seguirá apegada a una franja que, aunque flexible, está lejos de ser ilimitada.
Otros expertos, como Steven Austad, discrepan y mantienen cierto optimismo. Argumentan que la historia demuestra que las revoluciones médicas siempre llegan cuando menos lo esperamos, y que tecnologías como la edición CRISPR, la reprogramación celular de Yamanaka o la medicina regenerativa podrían dar lugar a avances comparables a los del siglo pasado.
En ese sentido, lo que hoy parece un techo podría ser solo un descanso antes de un nuevo salto. El problema, señalan, es que no sabemos si ese salto llegará en 10 años o en 100, ni qué desigualdades creará: ¿será la longevidad extrema un privilegio de élites económicas, mientras el resto de la población envejece en los márgenes de lo posible?
Incluso quienes creen en la posibilidad de alargar radicalmente la vida reconocen que hay una dimensión política y ética ineludible. Una sociedad donde los ricos vivan 30 años más que los pobres, o donde las tecnologías de rejuvenecimiento estén disponibles solo para unos pocos, no sería necesariamente más justa ni más estable.
En este sentido, el estudio del PNAS funciona como advertencia doble: no solo nos recuerda que el progreso no está garantizado, sino que también nos obliga a pensar qué haríamos si realmente consiguiéramos vidas más largas. Porque prolongar la existencia sin resolver las desigualdades actuales podría amplificar las fracturas que ya conocemos.
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