Imagínese a Vladimir Putin, Donald Trump o Xi Jinping inclinados sobre una mesa donde reluce una gran bola de cristal, que utilizan para asesorarse en sus grandes decisiones. Incluso a Pedro Sánchez con la suya, una bolita más pequeña, claro, en una sala recóndita de La Moncloa. En realidad, los dirigentes del mundo no tienen una bola de cristal —al menos que yo tenga constancia—, pero sí sistemas de inteligencia artificial predictiva: algoritmos que procesan ingentes volúmenes de datos para estimar qué puede ocurrir en las próximas horas, días o semanas, y así apoyar decisiones de alto impacto. Estos sistemas, al igual que los políticos, no prometen certezas pero, a diferencia de estos, sí probabilidades útiles cuando el tiempo es el recurso más escaso.
Aunque la IA que está de moda es la generativa, como ChatGPT, Gemini o Copilot, la IA predictiva es la utilizada en estos casos para calcular escenarios probables a partir de patrones del pasado y del presente. Su horizonte temporal suele ser corto, pero muchas veces suficiente: la hora punta de la mañana siguiente en una autopista urbana, los próximos días en un hospital, la semana que viene en una red eléctrica tensionada por una ola de calor. Para funcionar necesita tres ingredientes básicos: datos abundantes y de calidad, potencia de cálculo suficiente y objetivos bien definidos que orienten el modelo hacia lo que realmente se quiere predecir.
Sin embargo, una cosa que mucha gente desconoce y, lo que es más peligroso, probablemente también los líderes que utilizan esta bola de cristal, es que una predicción no significa determinismo: siempre hay un margen de error. Y en ocasiones, bastante amplio. Por eso, la actualización periódica del modelo y la vigilancia de su desempeño resultan tan críticas como su diseño inicial, además del criterio y conocimiento en la materia de quien hace la predicción.
En las administraciones públicas, estas herramientas ya se han vuelto cotidianas. En la gestión de emergencias, servicios de lucha contra incendios como el INFOCA anticipan el riesgo y la probable propagación de un foco para posicionar medios antes de que las llamas se desboquen, al margen de que la bola de cristal de los que están por arriba para tomar las grandes decisiones estratégicas solo sirva para darle con ella en la cabeza a más de uno.
En movilidad urbana y carretera, la DGT y ayuntamientos como los de Madrid y Barcelona usan los pronósticos de tráfico para ajustar semáforos, paneles informativos y desvíos que reduzcan atascos —o los aumenten, quizás algún día debería hablar sobre la turbia iniciativa europea para reducir la velocidad media de las grandes ciudades por debajo de 30 Km/h, que se lanzó curiosamente cuando en estos ayuntamientos regían Manuela Carmena y Ada Colau, respectivamente.
En el ámbito fiscal, la Agencia Tributaria prioriza inspecciones utilizando análisis de riesgo que combinan múltiples indicadores. Y en salud pública, hospitales del Sistema Nacional de Salud exploran modelos para prever la demanda de urgencias, la ocupación de camas o la necesidad de personal en turnos particularmente sensibles.
El sector privado tampoco permanece al margen. En energía, Red Eléctrica de España y los operadores del sistema calculan la demanda horaria y los picos previstos con el fin de equilibrar generación y consumo en tiempo real, aunque a veces esos números cambien misteriosamente y tengamos, como resultado, un apagón en todo el país. En renovables y redes, compañías como Iberdrola o Endesa aplican mantenimiento predictivo para anticipar fallos en aerogeneradores, subestaciones y líneas de distribución. En comercio y logística, grandes cadenas con presencia en España estiman las ventas por tienda y día para ajustar inventarios, rutas y personal. Y en la banca, las entidades financieras afinan modelos de riesgo de crédito y detección de anomalías para reducir impagos y fraudes sin bloquear operaciones legítimas. Tu próxima hipoteca la va a decidir una IA; eso lo tengo seguro.
Los beneficios potenciales son evidentes. Una predicción razonable acelera decisiones y las hace mejor informadas; además, habilita una eficiencia operativa que se traduce en ahorro de costes y en servicios más fiables. En momentos de tensión —una crisis energética, una epidemia, una DANA— estos sistemas pueden facilitar la planificación preventiva, identificar cuellos de botella y priorizar recursos allí donde pueden marcar la diferencia. Aunque bien parece que en España, la bolita del gobierno, a tenor de los acontecimientos, o no saben encenderla o la deberían cambiar por otra; más grande.
Sin embargo, siendo rigurosos y serios, existen riesgos y límites que conviene no obviar de la IA predictiva. Por ejemplo, si los datos no son representativos, los modelos heredan sesgos que pueden perjudicar a colectivos enteros o llegar a decisiones desfavorables para la mayoría. También, la opacidad técnica inherente a los sistemas de IA —son “cajas negras”, literalmente— dificulta explicar por qué se toma una decisión, lo que complica la rendición de cuentas (no sirve la justificación “porque me lo ha dicho la IA”, aunque seguro que algún político se lanzará más pronto que tarde al ruedo con ella). También está en juego la privacidad cuando se usan datos sensibles, incluso si se anonimizan de forma imperfecta, lo que puede llevar a escasez de datos útiles por respeto a la Ley de Protección de Datos. Y, por último, aparece el efecto de profecía autocumplida: una predicción puede alterar el comportamiento de ciudadanos, mercados y líderes, modificando precisamente aquello que intentaba anticipar.
La IA no ofrece destinos inexorables, sino mapas probabilísticos. En buenas manos, es una brújula útil; en malas manos, puede resultar catastrófica y convertirse en una nueva arma de destrucción masiva. La reflexión resulta inevitable: ¿hemos elegido a líderes con la capacidad para usar esta “bola de cristal” con prudencia, transparencia y sabiduría? Quizás sea ahora el momento, por una vez en la historia de las democracias modernas, de exigir capacidad y conocimiento a nuestros gobernantes, en vez de votar “al menos malo” o simplemente un logotipo. Y si ninguno da la talla, pues no se vota. Tenga usted por seguro que, ante una abstención masiva, alguien va a aprender la lección y solucionar “la papeleta”.
Es responsabilidad de todos seguir informándonos sobre IA y sobre todas las cuestiones importantes para defender la libertad. Por mucho que chulos de barrio venidos a más, mamandurrieros y otros infames personajes del Reino se afanen en convencerle de lo contrario, la libertad nunca se consiguió con pancartas o echándose a la calle a quemar contenedores y tirar piedras a las autoridades. Ni siquiera con manifestaciones pacíficas. Uno se hace libre solamente leyendo libros. Muchos libros. Cuantos más, mejor. Y cuanto más libre seamos cada uno de nosotros, más libre será la sociedad. Y en mejores manos estarán las bolas de cristal.
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