Madrid
Nada en su corta y vertiginosa trayectoria ha sido normal, pero no se le puede negar que ha puesto patas arriba el sector de la aviación en Europa, desbancando sin piedad a las grandes y solemnes compañías de bandera que dominaban el negocio haciéndonos creer a todos que era imposible volar a precios más baratos. Hoy transporta unos doscientos millones de pasajeros al año y realiza un promedio de 3.500 vuelos diarios.
Su estrategia no tenía mucho misterio: motosierra a todos los epígrafes de coste y la consigna de que los aviones se inventaron para volar y no para estar parados en tierra. Se suprimen servicios al pasajero durante el vuelo, se estrecha el espacio en el avión para meter más gente, se cobra por cualquier cosa que no sea el billete, opera con un único modelo de avión y se reduce al mínimo el tiempo de espera entre aterrizaje y despegue para conseguir un número mayor de “saltos” diarios de los que hasta entonces hacía ninguna compañía. Ha sido tan eficaz que el resto han terminado por copiar casi todas esas prácticas para sobrevivir.
Sin embargo, lo que más ha perturbado al sector ha sido su ruidoso desprecio por los protocolos de cortesía y buenas maneras que eran norma en cualquier manual de comunicación corporativa. Su CEO inventó el trumpismo antes que el propio Trump: puedes permitirte decir cualquier payasada o barbaridad, aunque todos hablen mal de ti, porque no existe la “mala publicidad”. Lo importante es que hablen, porque así todos te conocerán y te ahorrarás una pasta en márquetin.
En esto ha sido inimitable, porque ese management punki no era postureo, sino que lo lleva en el ADN. Cuando hace un cuarto de siglo había iniciado ya su imparable crecimiento aprovechando la desregulación aérea europea, todo su cuartel general en el aeropuerto de Dublín -lleno de mesas corridas donde se apretaban docenas de jóvenes en camiseta- podría haber cabido en tres o cuatro despachos de los altos directivos de la Iberia de entonces. Llamaban sala de reuniones a un cubículo con sillas destartaladas y donde el director de operaciones, con su camisa de cuadros remangada hasta los codos, quitaba y ponía vuelos en un pispás apuntándolos en un viejo cuaderno de estudiante de secundaria. ¿Merchandising? Ni soñarlo. Nunca han querido hacer amigos. Para que no hubiera dudas decidieron torturar a sus clientes con un atronador toque de fanfarrias cada vez que aterrizan más o menos puntuales.
Sí, parecían el ejército de Pancho Villa, pero conquistaron Europa y reformularon el negocio de la aviación. Empezaron atacando -volando- a destinos secundarios donde los aeropuertos eran más baratos y a los que no tenía inconveniente en ir aquella generación Erasmus que estaba deseando patearse todos los bares del continente. Adoptaron Internet de inmediato para ahorrarse oficinas y gastos de emisión de billetes. Descubrieron que la geografía no era una ciencia exacta y que podían decir, sin que pasara nada, que Barcelona estaba en Girona, Londres en Stansted o Bruselas en Charleroi. Y se dieron cuenta antes que nadie de que las ciudades medianas estaban como locas por tener vuelos y atraer turistas y que estaban dispuestas a pagar por ello. Cuando las empresas que antaño lideraban el negocio reaccionaron, los bárbaros ya habían conquistado Roma y empezaron a querer imponer sus condiciones en los aeropuertos principales.
Por eso es una aerolínea como ninguna otra y de la que a las instituciones públicas les resulta tan difícil entender sus códigos de conducta. Tanto que recientemente AENA contestó a la última de las amenazas de la aerolínea con un vehemente comunicado que pasará a la historia de la comunicación de crisis en las grandes empresas, aunque quizás no exactamente como un modelo. Sin haberse criado cerca de los alegres pubs de Temple Bar puede resultar difícil aprender a negociar como los desacomplejados jefes de esta aerolínea.
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