El viernes me invitaron a una fiesta que fue, en sí misma, un pequeño experimento sociológico. Mi amigo Fran, de Mindway y ELLE education, decidió que la noche tendría una sola norma: teléfonos confiscados. A la entrada, un sobre sellado con la palabra DISCONNECT (en mayúsculas, cual grito de guerra) guardaba el móvil de cada invitado.
Dentro, un simple bolígrafo y una pegatina que forraba el sobre con líneas en blanco, por si quería uno anotar a mano los teléfonos de aquellos a los que mereciera la pena seguir la pista.
Tres horas en un ático de la Castellana. Sin pantallas que mediaran entre copas, miradas y conversaciones. El tiempo se volvió casi táctil. Nadie fingía contestar un WhatsApp para huir de un silencio incómodo. Se habló. Se rió. Se escuchó. Hasta una Agatha Ruiz de la Prada alegre me decía “prueba las hamburguesas de Junk”. Aquello sonaba al eco del silencio culinario. Tampco faltó el jamón de Enrique Tomás. Pero nadie hizo fotos. Ni stories. Ni yo misma tengo contenido más que el de la entrada al edificio.
Y, paradójicamente, había fotógrafo oficial y un fotomatón para llevarte un recuerdo en papel, prueba de que la desconexión no está reñida con la memoria.
Quizá esta sea la próxima tendencia de las marcas. No más networking a base de micro vídeos de 30 segundos; sino el lujo de la presencia. El verdadero evento premium es, al final, el que no se puede postear en directo (ni en pasado).
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Mientras tanto, en mi vida doméstica, también ensayo mi propia versión de la desconexión. Estos días convivo con dos felinos. Mi gata Cibeles ha recibido la visita de Cristiano, el bengalí de mi hermana Elena, que se ha instalado en mi ático como si llevase semanas planeando un golpe de Estado felino. Ahora los paseos por el pasillo son un desfile de maullidos, carreras y miradas de “aquí mando yo”.
Cristiano incluso sale a la calle con arnés, tan campante, como si llevar un gato de paseo fuera la cosa más normal del mundo. Hace poco leí que alguien paseaba una paloma. Eso sí que es over the top. Un gato con arnés tiene su punto; una paloma, ya roza la performance conceptual.
Y hablando de performance, septiembre en Madrid juega a disfrazarse de todas las estaciones. Leí en Instagram que la moda de septiembre está sujeta a la estación que tú quieras “si te pones ropa de verano, todavía funciona; si te plantas un abrigo de entretiempo, también”. En las calles conviven sandalias y botas cowboy, vestidos vaporosos y jerséis de cashmere. Es ese breve paréntesis del año en el que la incoherencia climática se convierte en el mejor accesorio.
Quizá por eso la fiesta del viernes me pareció tan redonda. Mientras Madrid ensaya su propio “veroño”, nosotros practicamos una vida que no es ni online ni offline (pues seguro que más de uno ha encendido el móvil clandestinamente en el baño o el rellano). Y descubrimos, entre copa y copa, que lo más moderno, lo más radicalmente actual, es volver a lo básico. Mirarse a los ojos, hablar sin emojis y desconectar para reconectar.
En ese instante compartido “donde el móvil calla”, las conversaciones recuperan peso, las miradas tiempo y la vida, por unos instantes, vuelve a sonar en voz alta.
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