Fernando Suárez Lorenzo, presidente del Consejo General de Colegios de Ingeniería en Informática
Opinión
Horizontes de la Ingeniería
Publicada
1 septiembre 2025
03:34h
Durante décadas, la interacción humano–máquina se limitó a teclados, pantallas y, más tarde, a interfaces táctiles o de voz. Hoy nos encontramos en el umbral de una nueva revolución: las neurotecnologías, capaces de leer, estimular e incluso modificar la actividad cerebral. Lo que ayer parecía ciencia ficción —implantes neuronales, control de dispositivos con el pensamiento, terapias que devuelven el habla a pacientes con parálisis— ya es prototipo en laboratorios y empresas de vanguardia.
La neurociencia y la tecnología son, en este terreno, dos partes perfectamente interconectadas que se retroalimentan de manera continua. La tecnología nos permite conocer mejor el funcionamiento del sistema nervioso y, a su vez, un mayor conocimiento del sistema nervioso nos ayuda a mejorar y perfeccionar la tecnología. Esta dinámica de doble dirección explica por qué los avances se están acelerando y por qué estamos asistiendo a un salto cualitativo en muy pocos años.
En este contexto, la inteligencia artificial juega un papel decisivo, ya que sin ella sería imposible descifrar en tiempo real la complejidad de los patrones neuronales. La pregunta no es si estas tecnologías llegarán a la sociedad, sino cómo lo harán y bajo qué garantías. Porque ya no hablamos de datos de consumo o de navegación: hablamos del acceso directo al núcleo de nuestra identidad, a los pensamientos más íntimos. ¿Estamos preparados para gestionar esa frontera?
Las neurotecnologías se definen como el conjunto de herramientas y dispositivos que interactúan directamente con el sistema nervioso humano para registrar, interpretar o modificar su actividad. Su potencial es enorme, tanto en el ámbito sanitario como en el productivo o incluso en el ocio. Desde las interfaces cerebro–ordenador que permiten mover un cursor con la mente o pilotar un dron sin manos, hasta técnicas de neuroestimulación capaces de mejorar tratamientos para enfermedades neurológicas o de modular el rendimiento cognitivo, pasando por sistemas que almacenan y analizan patrones cerebrales con aplicaciones en diagnóstico y predicción, el abanico es tan amplio como inquietante. A diferencia de otras tecnologías disruptivas, aquí no tratamos con datos externos, sino con el interior mismo de la mente, lo que eleva la discusión ética, legal y tecnológica a un nivel sin precedentes.
De ahí surge el concepto de neuroderechos, un conjunto de garantías específicas destinadas a proteger la libertad y la privacidad de las personas en un mundo donde la mente puede ser leída o influida tecnológicamente. Chile fue pionero al incorporarlos en su Constitución, y organismos internacionales como la UNESCO o la OCDE ya los sitúan en el debate global. Europa también empieza a mirarlos de reojo, vinculándolos con la Carta de Derechos Digitales y con el marco regulatorio de la inteligencia artificial. Lo esencial de estos nuevos derechos se concentra en ideas como la privacidad mental frente a la extracción no consentida de datos cerebrales, la libertad cognitiva como derecho a pensar sin interferencias externas, la protección de la identidad personal frente a manipulaciones y la equidad de acceso para evitar que el uso de estas tecnologías genere nuevas desigualdades. En definitiva, se trata de ampliar el horizonte de los derechos digitales hacia el territorio más íntimo de todos: el cerebro humano.
Aunque pueda parecer un ámbito exclusivo de la neurociencia, la realidad es que las neurotecnologías serían inviables sin la ingeniería informática. La captura, el procesado y la interpretación de señales cerebrales, la aplicación de algoritmos de inteligencia artificial para traducirlas en órdenes digitales, la seguridad de los datos y la experiencia de uso son elementos donde nuestra disciplina se convierte en columna vertebral. La IA, en particular, añade un componente de enorme relevancia: permite transformar impulsos eléctricos en lenguaje, imágenes o movimientos, pero al mismo tiempo plantea riesgos de sesgo, manipulación o inferencias no deseadas.
Esta doble cara refuerza la necesidad de contar con profesionales cualificados y con un marco regulatorio claro, porque el impacto de estas tecnologías en la seguridad física, psicológica y social de las personas es ya una realidad. Igual que un puente no se construye sin arquitectos titulados ni un hospital sin médicos acreditados, resulta impensable que sistemas que operan en el terreno de los pensamientos y las emociones dependan de desarrollos sin responsabilidad profesional definida. La informática ha alcanzado un nivel de impacto en la vida de la ciudadanía que exige reconocimiento y regulación, no solo para dignificar la profesión, sino para proteger de forma efectiva a la sociedad.
España tiene una oportunidad única para anticiparse a este debate. Disponemos de instrumentos como la Agencia Española de Supervisión de la Inteligencia Artificial, una Carta de Derechos Digitales avanzada y un ecosistema investigador de calidad. La clave está en pasar de la reflexión académica a la acción estratégica. Podríamos liderar en Europa la definición de un marco que garantice el uso ético y seguro de las neurotecnologías, impulsando iniciativas como un observatorio nacional que integre a profesionales, universidades, legisladores y comités de bioética o promoviendo proyectos piloto con innovación responsable bajo supervisión interdisciplinar. Si se logra, España podría posicionarse como país referente en una tecnología que marcará la próxima década.
Las neurotecnologías tienen la capacidad de mejorar vidas, devolver movilidad, comunicación y esperanza a millones de personas. Pero también conllevan riesgos inéditos: pérdida de privacidad mental, manipulación de la voluntad, incremento de desigualdades. No se trata de frenar la innovación, sino de guiarla con valores democráticos, derechos humanos y rigor científico. La pregunta no es qué podemos hacer con la tecnología, sino qué debemos hacer. Desde el Consejo General de Ingeniería Informática creemos que este es el momento de abrir el debate en España y en Europa, y de asumir el papel que nos corresponde como profesionales. Porque si no lo hacemos desde la ingeniería, lo harán otros sin nuestra mirada técnica ni ética. Y proteger la mente humana bien merece toda nuestra atención.
*** Fernando Suárez Lorenzo es presidente del Consejo General de Colegios de Ingeniería en Informática.
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