“¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda. ¿A quién?”.
Así comienza Las gratitudes, de la escritora francesa Delphine de Vigan (1966) que se ha convertido en uno de los libros del verano. Inesperadamente. Fue publicado hace cuatro años y, aunque de Vigan era ya una autora indiscutible —en Francia es un auténtico bestseller literario— ha tenido estos meses de estío una segunda gran vida en España. Yo me enteré porque me fijé en que en la lista de los libros más vendidos en librerías —dejando fuera Amazon, donde la reina indiscutible ha sido Frieda McFadden con sus thrillers (y de la que yo me pregunto si realmente existe y los ha escrito ella)— De Vigan recuperaba posiciones con esta novela. Y la compré y la leí.
Y creo que es uno de los libros más bonitos de los últimos tiempos y que toca en teclas que estamos abandonando… Quizá por eso volvamos a ellas en los libros.
La historia es la siguiente: Michka Seld es una mujer mayor que un día ya no puede valerse por sí misma. Empieza a tener síntomas de afasia, mareos, se cae… Es curioso que también sea la desaparición del lenguaje, de las palabras lo que le empieza a afectar a esta mujer que ha sido correctora de profesión “y que sé que ha leído a Doris Lessing, a Sylvia Plath y a Virginia Woolf, que aún está suscrita a Le Monde y que sigue leyendo el diario de cabo a rabo todos los días, aunque solo sean los titulares”. A veces da miedo pensar qué puede ocurrirnos en la vejez porque pese a nuestra buena forma física, a nuestras lecturas y curiosidades, no tenemos, absolutamente, nada asegurado.
‘Las gratitudes’, de Delphine de Vigan. (Anagrama)
El entrecomillado pertenece a Marie, su vecina, una treintañera con una dura historia a sus espaldas y que Michka ha cuidado muchas veces cuando era una niña. La anciana tiene que entrar en una residencia —que no le gusta— y a partir comienza a desvelársenos esa historia de gratitud. Michka, que se sabe próxima a la muerte, quiere encontrar a la familia que la cuidó cuando era pequeña, ya que sus padres, judíos, fueron deportados por los nazis y murieron en un campo de concentración. Su único afán es darles las gracias por ello. Después de la guerra, una tía fue a buscarla y ya nunca más supo de esta familia que se convirtió en su salvadora. Una familia que no la conocía de nada, que no tenía por qué hacerlo, pero lo hizo y eso le permitió a Michka toda una vida.
Es, por tanto, una novela de cuidados entre unos y otros y de saber agradecerlo. No está contada con sensiblería; al contrario, es dura. Es difícil ver apagarse a una persona que ha sido tan activa. “Los observo y me digo: ella también, él también amó, gritó, gozó, nadó, corrió hasta perder el aliento, subió las escaleras de cuatro en cuatro, bailó toda la noche”. Esto lo dice Jerome, el logopeda de Michka y que trabaja en la residencia de ancianos. Esto no es Cocoon, aquella gran película en la que los ancianos rejuvenecían en una piscina. No, aquí la gente se diluye, se achica, muere.
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Por eso, cree Michka, hay que irse con las gracias dadas. Y hay que darle las gracias a muchas personas. La lectura de esta novela me llevó a pensar en esa falacia de la expresión “hecho a sí mismo”. No es verdad. Nadie se hace por sí solo a sí mismo. Siempre hay alguien que te ha cuidado cuando eras niño (si no no hubieras podido salir adelante), siempre hay alguien que te dio una oportunidad laboral, que creyó en ti y apostó por ti —yo siempre los tengo muy presentes—, siempre hay alguien que te ha facilitado las cosas (y mucha gente que no, pero las piedras en el camino siempre van a existir).
Estamos en esa era del yo puedo con todo, yo lo hago solo… y de mucha desconfianza en lo común y en los otros, como acertadamente creo que apunta la filósofa Victoria Camps en su último libro, La sociedad de la desconfianza, que se publica estos días en Arpa. También estamos en esa era en la que surgen eslóganes como “solo el pueblo salva al pueblo” que lo esconden es un individualismo atroz y amartillean una vez más esa suspicacia en lo que podemos hacer entre todos favoreciendo la aparición de líderes autoritarios.
Nadie salva su casa del fuego con un cubo de agua y una manguerita. Y muchas personas tenemos unos cuantos tuppers que nos han relajado unos cuantos días de cocinar.
Opinión
No hace falta haber sido salvado de los nazis para darse cuenta de que nadie llega a nada por sí solo. Ningún político, ningún empresario, ningún empleado. Porque hasta el que hereda la empresa le puso ahí su padre. Siempre vamos a deber algo muy importante a alguien y como mínimo, como hace Michka, deberíamos ser agradecidos.
“A menudo pensaba: Le debo tanto. O: Sin ella, probablemente yo no estaría aquí. Pensaba: Es tan importante para mí.
Importar, deber. ¿Es así como se mide la gratitud? En realidad, ¿fui suficientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía? ¿Estuve a su lado cuando me necesitó, le hice compañía, fui constante?”
Son las preguntas correctas.
Lean Las gratitudes. Podría ser una pequeña obra de teatro de tres personajes en la cual sin aspavientos se dicen cosas que tocan mucho el corazón (y, de hecho, en abril de 2026 se estrenará en el Teatro de la Abadía dirigida por Juan Carlos Fisher, director de la fantástica Prima facie). Y se lee de un plumazo. Es muy cortita. Y denme después las gracias. Yo ahora de Delphine de Vigan quiero leerlo todo.
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