En la actualidad está muy extendida la idea de que la práctica alquímica, “la Gran Obra”, o transmutación de los metales, era una ilusión de magos y charlatanes de antaño. Y mucho de eso hubo, en un tiempo en el que se confundían la ciencia más arcaica y la superstición, pero gracias a los experimentos que algunos de estos hombres llevaron a cabo en laboratorios repletos de retortas, alambiques, sustancias corrosivas y matraces, se contribuyó al avance de lo que más tarde sería la química moderna.
Desde tiempos pretéritos el hombre ha soñado con obtener riquezas infinitas, con convertir el cobre y otros metales en plata y oro, y también con encontrar una cura milagrosa para las enfermedades. Esto es lo que en principio buscaba la alquimia, una disciplina que, sin embargo, persiguió mucho más que eso, hasta la misma transformación espiritual.
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La figura del alquimista fue esencial en diversas culturas. Una de las más antiguas fue la china, con notables diferencias con la occidental, pero también destacaron la védica, la alquimia árabe, la egipcia o la mesopotámica. La occidental eclosionó en la Europa medieval y alcanzó sus más altas cotas en el Renacimiento.
El origen de la alquimia está rodeado de interrogantes. El propio significado de la palabra ha sido fruto de distintas interpretaciones. Algunos autores creen que procedería del árabe, aunque también es posible que derive del griego. No obstante, la teoría más aceptada es la de su origen egipcio: derivaría de la palabra khem, o “tierra negra”, como se conocía al país del Nilo en su antigua lengua. En cuanto a su aparición, la mayoría de los expertos la sitúan –o al menos la occidental– en el Egipto ptolemaico.
La alquimia fue un movimiento filosófico-religioso que, utilizando la transmutación de los metales como alegoría de los cambios orquestados en la naturaleza, pretendía el acercamiento del ser humano a la divinidad a través de una comunión perfecta entre el microcosmos (el hombre) y el macrocosmos (el universo).
‘El alquimista’, de William Fettes Douglas.
Dominio público
La labor del alquimista era una tarea de todo menos sencilla, a lo que se añadía la dificultad de comprender textos centenarios y en ocasiones milenarios, que utilizaban claves ocultas y un lenguaje hermético no apto para profanos. Esto hace aún más difícil comprender, para la mente moderna y contemporánea, aquella alteración que conllevaba la conocida como Gran Obra. Para emprender tan ambicioso proyecto, aquellos hombres debían llevar la teoría a la práctica.
Los primeros alquimistas se propusieron traducir a experimentos concepciones de naturaleza filosófica. A tal efecto diseñaron equipos de laboratorio, lo que supuso un paso fundamental en la evolución del pensamiento. Se empeñaron en la búsqueda de un elemento clave de compleja comprensión: la piedra filosofal.
Podemos decir que la piedra filosofal (lapis philosophorum) es en realidad un polvo, elixir o tintura, llamado polvo de proyección o precipitación, capaz –creían– de transmutar los metales impuros en oro.
Su función era ennoblecer los metales “enfermos” o “inmaduros”, como el cobre o el plomo, transformándolos en otros ennoblecidos, como el oro o la plata. A partir de esta idea surgió también la creencia del lapis como panacea universal, un remedio capaz de curar al hombre de todas las enfermedades e incluso de proporcionarle la inmortalidad.
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No es extraño que la alquimia, lejos de su finalidad, se convirtiera en un reclamo para farsantes. Lo que consiguieron fue desprestigiarla, hasta el punto que el papa Juan XXII condenó su práctica en 1317, mediante una bula que prohibía la fabricación y venta de monedas de oro falso.
Habría sido para evitar el acceso de embaucadores a esta ciencia por lo que, según algunos autores, los tratados y textos alquímicos fueron complicándose hasta convertirse en una amalgama de símbolos, emblemas y términos prácticamente ininteligibles salvo para unos pocos.
Junto a los cuatro elementos clásicos de la naturaleza (tierra, agua, fuego y aire), en los tratados alquímicos medievales se hablaba de una quintaesencia, un elemento hipotético también conocido como éter. La sustancia a la que se prestó primeramente atención para convertirla en la verdadera quintaesencia en laboratorio fue al alcohol extraído del vino, el etanol.
El alcohol tiene la capacidad de impedir la putrefacción de los cuerpos que se sumergen en él, por lo que se consideraba un buen punto de partida para la preparación de la quintaesencia. Pero el alcohol en sí mismo no es la quintaesencia del vino, sino que debía ser “circulado” en la vasija para que se transformase en sustancia quintaesencial. Se obtenía así lo que los adeptos, tal como se conocía a los verdaderos alquimistas, llamaban el espíritu de vino (spiritus vini).
‘El alquimista en busca de la piedra filosofal’, de Joseph Wright of Derby
Dominio público
El alemán Alexander Roob señala que el texto griego más antiguo que conocemos, Physica kai Mystica (de las cosas naturales y de las cosas ocultas), distingue cuatro fases en el opus magnum –esto es, el proceso de creación de la piedra filosofal–, según el color que toma: la fase del negro (nigredo), la del blanco (albedo), la del amarillo (citrinitas) y la del rojo (rubedo). Una división que ha sobrevivido, con ligeras modificaciones.
Gracias a la labor divulgativa de los árabes, este saber llegó al Occidente medieval. La alquimia egipcia es conocida principalmente gracias a los escritos de antiguos filósofos helénicos, que a menudo perduraron solo a través de las tradiciones islámicas. Casi no se han conservado documentos egipcios originales sobre la alquimia, perdidos en su mayor parte cuando el emperador romano Diocleciano ordenó su quema tras una revuelta en Alejandría en el año 292.
El príncipe omeya Khalid ibn Yazid (668-704) defendió la alquimia en Damasco. Siguiendo las directrices de Mahoma, intentó traducir todos los libros de conocimiento que llegaron a sus manos y mandó traer a sabios alejandrinos que pudieran enseñarle los secretos del llamado “arte real”. Acudieron, entre otros, el monje Morenius, un supuesto (y probablemente legendario) discípulo del alquimista Esteban (Stephanus) de Alejandría.
Khalid ibn Yazid protegió al ismaelí Yafar al-Sadiq (699-765), maestro del más célebre alquimista musulmán, Yabir ibn Hayyán al Sufí (725-815), conocido en Europa con el nombre de Geber. Con él, la Gran Obra adquirió plena categoría de ciencia y arte entre los árabes, donde fue inmensamente respetada.
A Geber se le atribuyen hasta quinientos manuscritos, aunque la mayoría fueron obra de sus discípulos, que transmitieron su ciencia en un lenguaje muy hermético. Entre sus contribuciones al ars chimica, citó las sales de amoníaco, inexistentes en el mundo antiguo, el agua regia o el ácido nítrico.
Representación de Geber
Dominio público
Otro de los eruditos que más destacaron fue Abu Alí ibn Sina (920-1037), Avicena, de origen persa. En relación con la alquimia, sus opiniones quedaron reflejadas principalmente en El libro de los remedios, que escribió entre 1021 y 1023.
Fue relevante igualmente el médico, polímata y filósofo también de origen persa Ibn Bakr Muhammad Abu Zacaría (825-923), conocido en Occidente como Rhazes o Al-Razi, autor de 184 libros y artículos científicos. Al-Razi estudió alquimia y escribió varios volúmenes sobre ella. En uno de los conservados, El secreto de los secretos, afirma que la transmutación era posible, y que mediante elixires adecuados no solo podría lograrse la conversión de un metal en oro, sino obtener esmeraldas y rubíes a partir de cuarzo o vidrio.
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Fueron también los árabes los principales impulsores de la espagiria, la producción de medicinas a partir de plantas empleando procedimientos alquímicos como la fermentación, la destilación y la extracción de componentes minerales de las cenizas de la planta en cuestión. Muchos de los que la practicaban anhelaban dar con una panacea universal, o elixir vitae, que curase todas las enfermedades y que pudiese también extender la longevidad.
La alquimia penetró en Occidente por la península ibérica, lugar de tránsito de los saberes acumulados y elaborados por los árabes; el llamado “arte sagrado” fue uno de los más importantes. El mayor centro de traducciones de alquimia árabe fue Toledo, ciudad reconquistada por Alfonso VI en 1085.
Ya en plena Edad Media, la labor cultural emprendida allí por Alfonso X el Sabio permitió la introducción en Europa de numerosas doctrinas mágicas y misteriosas, que hoy se nos antojan supercherías, pero que para sus contemporáneos tuvieron una importancia a veces capital, como la numerología, la astrología judiciaria o la misma alquimia.
Alfonso X
Terceros
Todo ese corpus doctrinal impulsó la creación de multitud de laboratorios en los que eruditos de toda condición realizaban experimentos orientados a obtener oro y plata de metales impuros, surgiendo la figura arquetípica del alquimista tal y como la entendemos hoy. Grandes sabios de la Edad Media como Alberto Magno, Roger Bacon o Arnau de Vilanova dedicaron largas horas a la práctica alquímica y a la búsqueda de la piedra filosofal, entendida, en muchos casos, como una búsqueda espiritual.
Una de las figuras capitales de la Gran Obra en la Edad Media fue el religioso Alberto Magno. Pero también destacaron ciertos estudios de Tomás de Aquino (alumno suyo), sobre el que influyó la filosofía clásica aristotélica y quien trabajó en la reconciliación de las diferentes ideas filosóficas y el cristianismo, algo que tuvo un gran impacto en los estudios posteriores sobre la transmutación alquímica.
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