En la era del snack y la gratificación inmediata, la confesión de Omar Montes en El Hormiguero se ha convertido en una reflexión universal. La frase “siempre cenaba cereales de ositos de chocolate con leche” no habla de un fallo moral, sino de una cadena de situaciones pequeñas —un paquete a mano, la costumbre de cenar tarde, la promesa de “mañana me cuido”— que se encadenan y acaban pesando en la báscula. Es literalmente una radiografía de cómo se construyen hábitos que el cuerpo y la ciencia interpretan como un exceso sostenido de energía.
Echando mano de la literatura científica, los hallazgos presentados no son una venganza contra el placer, sino una explicación de mecanismos. Un ensayo aleatorizado mostró de forma contundente que cuando se ofrecen dietas basadas en alimentos ultraprocesados, se consumen —en promedio— muchas más calorías y se gana peso en pocas semanas, respecto a las que no, pese a que las dietas estaban “igualadas” en macronutrientes y calorías presentadas. Resaltando que la industrialización del alimento cambia la manera en que lo comemos: no solo importa lo que pone la etiqueta, sino la estructura del producto y la experiencia que diseña para que sigas comiendo.
Alimentos ultraprocesados
“Entrenábamos, porque me gusta. Pero al final fue el nutricionista el que acabó comiendo lo que comía yo. Antes de dormir, siempre cenaba cereales de ositos de chocolate con leche”, explicó Montes durante el programa. Este alimento es, en la práctica, una versión doméstica de ese problema: se encuadra dentro de lo que la literatura clasifica como ultra-procesado, una categoría desarrollada por investigadores como Carlos Monteiro que no solo mira ingredientes sino el proceso y la función del producto en la dieta.
Los ultraprocesados tienden a ser densos en energía, bajos en fibra y micronutrientes y están formulados para ser hiperpalatables (un alimento cuya mezcla de grasas, azúcares y sal es muy agradable al paladar): combinan azúcares, grasas y texturas que aceleran la ingestión y reducen la señal de saciedad, lo que facilita comer más sin que el cuerpo lo registre como una comida abundante.
Si ponemos ese dato junto a la anécdota —medio paquete antes de dormir, leche y la tranquilidad de que no es “nada grave”— aparece otra pieza: el azúcar libre. Las recomendaciones de salud pública, incluidas las de la OMS, establecen límites claros sobre los azúcares libres porque su consumo excesivo contribuye tanto a la ganancia de peso como a problemas metabólicos y dentales. En términos prácticos, una porción grande de cereales azucarados puede consumir una fracción significativa del máximo diario recomendado, y si eso se repite noche tras noche se instala un excedente energético que complica cualquier esfuerzo por perder kilos.
La cantidad de comida servida influye
El patrón que el artista dibuja con humor —”si lo dejas abierto, al día siguiente está correoso; hay que terminarlo”— también tiene explicación empírica: el tamaño de la porción y la unidad de consumo modifican cuánto comemos. Distintas revisiones sobre el efecto del tamaño de ración muestran que reducir porciones y servir menos cantidad reduce la ingesta diaria de energía y, a la larga, puede ayudar a controlar el peso. No es pura disciplina: es una interacción entre estímulos ambientales (un paquete grande, un bol accesible) y respuestas automáticas que terminan por derrotar la intención consciente de “comer menos”.
La importancia de los horarios
Más allá de lo que hay en la caja está el cuándo: cenar un bol grande de cereales azucarados justo antes de acostarse, añade una variable cronobiológica. Meta-análisis y revisiones recientes indican que distribuir más calorías hacia las primeras horas del día y reducir la carga energética nocturna —o practicar tiempos en los que comer más restringidos— suele asociarse con mejores resultados de pérdida de grasa y marcadores metabólicos en comparación con concentrar la ingesta en la noche.
No todos los estudios son unánimes, pero la tendencia es que el horario puede modular la respuesta metabólica al mismo número de calorías. En otras palabras: la combinación “azúcar, gran volumen y horario tardío” es más compleja y menos inocua de lo que parece.
Si cerramos el círculo entre producto, porción y tiempo, aparece la dimensión humana: el contexto social y emocional. Muchas cenas nocturnas no son por hambre fisiológica sino por hábito, aburrimiento, estrés o rituales de convivencia (televisión, sofá, amigos).
Eso explica por qué Omar—como tantos—no quería “portarse mal” sino simplemente terminar lo abierto; el paquete grande y la costumbre crean una trama que avala el exceso. Intervenir solo con cifras no basta: la evidencia apoya medidas prácticas (cambio de compra, envasado de raciones, reubicación del alimento fuera de la vista) que ayudan a romper el hilo sin apelar a la moralidad individual.
No obstante, no todos los ultraprocesados son equivalentes ni deben ser tratados con la misma dureza retórica: la ciencia distingue grados y funciones. Hay productos ultraprocesados que aportan conveniencia y, en contextos concretos, pueden facilitar la adherencia a una dieta más amplia (por ejemplo, salsas fortificadas o productos bajos en sodio).
La lectura útil de la investigación es práctica: identificar qué productos consumimos con frecuencia, cuánto suman en energía y azúcares y cómo reconfigurar compras y raciones para que el “placer” no sea el motor de un excedente calórico sostenido. Lo cierto es que se suele subestimar el efecto acumulado de pequeños actos repetidos. Medio paquete por la noche puede parecer apenas un detalle, pero si se repite el patrón durante semanas ese pequeño exceso se acumula.
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