Nací para hacer recados. Mi madre también le decía hacer mandados. Hacer recados es muy fácil: te mandan a hacer algo, y vas, lo haces, y te vuelves. ¡Yo soy un mandado! Ya no se dice esta frase, pero su espíritu sigue imperante. La gente que lo decía no era de fiar, porque los recados hay que creérselos. Yo no podía llevar a una modista un fardo con la ropa arreglada si la persona a la que iba no me gustaba. Lo mejor del recado era que conocía gente. Me pasaba al ir a comprar leche al súper. Las botellas de RAM y de Rania siempre eran las mismas, pero la gente no. La gente de la cola me intimidaba, pero también hacía amigos. Eran amigos de ese ratito, muy buenos. En la ropa, el cambio eran los retales. Me encantaba quedármelos. Hacer recados era como tener una ideología o una religión. Uno se debe a algo, tiene un cometido en la vida. La ventaja es que con los recados varían los cometidos. Para hacer recados, no hay que creer en quien te manda, sino en ti. Es difícil, porque a veces no sabes si te has convertido en un mercenario. Cuando me mandaban a comprar, me decían dos frases recurrentes: puedes quedarte con el cambio y que no te engañen con el cambio. Ambas eran frases proféticas. Las profecías nunca son para quienes las oyen, si no que tiene que llegar gente nueva a descifrar el viejo idioma. Cuando al final del franquismo me decían que no te engañen con el cambio, no hablaban solo del cambio inmediato si no de todos los cambios que hemos ido viendo a lo largo de la vida. Y también he comprendido que cuando me decían te puedes quedar con el cambio, más que de una profecía, se trataba de una advertencia. Quédate con el cambio se refería al cambio climático. Yo no me lo quiero quedar, pero los millonarios se han empeñado en que nos lo quedemos.
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