A pesar de su semblante serio y sobrio, Fernando era un gran humorista. Siempre tenía una sonrisa en el rostro. Había separado quizá el personaje de la televisión del de la vida privada. Recuerdo como si fuera hoy el día que, siendo yo director de Revista de Arqueología, sonó el teléfono de mi mesa. Me llamaban de la centralita de la editorial. Silvia, mi compañera, me dijo: “Nacho, te llaman por teléfono, es Howard Carter”. Automáticamente esbocé una sonrisa porque sabía quién era la persona que se estaba pasando por el descubridor de la tumba de Tutankhamón. Solo podía ser el bueno de Fernando.
En una España todavía en blanco y negro, este médico psiquiatra comenzó a hablar en horario de máxima audiencia de ovnis, civilizaciones perdidas y enigmas del pasado. Aquel hombre, se llamaba Fernando Jiménez del Oso (Madrid, 1941-2005). Yo le dedicaba siempre mis libros a Fernando Jiménez del Oso… Panda, pero eso es otra historia.
A la generación joven que crecimos a su sombra nos decía que su interés por lo insólito surgió de la curiosidad. Esa actitud, escéptica pero abierta, fue la que le permitió ganarse el respeto de un público que, incluso cuando dudabas de los extraterrestres o de los fantasmas, no podías evitar dejarte hipnotizar por su manera de contarlo.
Fernando siempre tenía abiertas las puertas de su casa. ¡¡Santo Dios qué casa!! Era el mismo plató en donde había grabado cientos de programas y series de televisión que yo había visto desde niño. Allí me pasaba las horas bicheando entre libros, recuerdos de viajes y, sobre todo, disfrutando de la amistad de un gran amigo. Luego estaban las cenas con compañeros de generación y grandísimos amigos como Iker Jiménez, Carmen Porter, Lorenzo Fernández Bueno, Javier Sierra. Hoy seguimos ahí todos en la brecha y eso es gracias al empujón que nos dio y el apoyo continuo de nuestro maestro.
Más allá de las anécdotas, Fernando Jiménez del Oso tuvo el mérito de abrir un espacio de debate sobre cuestiones que, hasta entonces, se consideraban materia de superstición o de entretenimiento menor. Lo hizo con el bagaje de un médico que conocía bien los límites de la mente humana, lo que le permitía hablar de apariciones o experiencias límite sin caer en el sensacionalismo. “No afirmo, solo cuento”, solía decir. Esa prudencia científica fue su mejor defensa frente a quienes le acusaban de alimentar la credulidad popular.
Hace veinte años que nos dejó y su legado sigue muy vivo. Y esa es la razón por la que es el protagonista del cronovisor de Ser Historia.
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